El coronel (1955) /Parte II


Cuento de Ricardo Garibay




Caminaban adormecidos y tristes. El Jefe clavaba la barba en el pecho, y a compás de su paso soñaba viendo los campos que tanto amó. Sólo uno vigilaba rumiando el amargor del castigo... Se quejaba el de las andas. Los soldados van pisando un reguero de sangre a cada paso más oscuro: "¡Jefe!" Éste se para y se vuelve y se lanza a la camilla y se agacha y cuando se endereza sus ojos son dos rendijas negras que clavan a los peones. Los peones se miran, miran a los soldados y los soldados se asoman y se levantan demudados mirando al Coronel cuyo semblante es una máscara y cuyos labios blancos tiemblan. Uno de los que cargaban tiene la cabeza gacha: la levanta y como que se asoma al río y al paisaje que ha quedado atrás, bizquea mirando de reojo y co­mienza a balbucir. Dejan la camilla a un lado, aparta mi abuelo a aquél, lo para contra los troncos, y allí, bajo los eucaliptos, en la tarde de no sé cuándo, ya cayendo el sol que lamía las laderas lejanas, junto al río rumoroso y con el viento entre las ropas ligeras, ordena y lo fusilan... La pesadumbre los detiene un rato. Entierran a los muertos junto al camino y regresan. Y me decían: "Es que el peón, andando, le había clavado un puñal en las costi­llas, por debajo de la lona".
De niño fue al seminario. Nadie ha dicho más; apenas que allí aprendió el latín y que sacó aficiones como la de las letras y la astronomía. Tenía mucho de religioso pues era en cierto modo un poeta, aunque era algo hereje y po­co amigo de liturgias. La gente de la Iglesia lo estimaba y se dolía por él. Pienso que en estas cosas él puso escasa atención: sus hijos siguieron caminos de anarquía o ca­minos de sequedad, y sólo dos hallaron el camino.
A los treinta años era periodista y secretario del go­bernador del Distrito. Entonces casó con doña Ángela Zendejas y Serrano y comenzó la vida que a mí me han contado.
Iba de pueblo en pueblo la familia creciendo en hijos, criados y animales, de tal manera, que cierta vez en una estación se acercó una mujer a preguntar si era panora­ma o pantomima lo que llegaba. En el panorama, alqui­lado cualquier jacalón, se mostraban vistas de a tlaco, y en la pantomima había cirqueros y titereros. Mi abuela prefirió vender los muebles e improvisarlos con cajones en cada lugar. Yo me regocijo imaginando el barullo de aquella gente, que ahora es tan respetable. Cada quien cargaba con algo bajando del tren, si en tren habían lle­gado, porque todos tenían cosas de su afecto que a nadie confiaban, íbanse derecho a la casa tratada desde antes, se amontonaban, y al día siguiente los muchachos traían noticias de todo el pueblo, y todo el pueblo las llevaba de ellos. Otras veces el viaje se hacía en distinta forma. El gobernador "considerando su actividad y eficacia y de­más circunstancias" que concurrían en mi abuelo, lo nombraba jefe político de algún sitio inaccesible. Ale­gría general, menos para mi abuela -que debía reco­menzar su hogar entre gentes desconocidas-. Él partía de inmediato para encargarse de su empleo y preparar la recepción. En la casa, el trajín: madrugadas, carreras, gritos, quemazón de cosas viejas, venta de animales, vi­sitas qué hacer y recibir, disposiciones, valijas, compras, recados, telegramas, propios, comidas apresuradas donde reinaba el mayor libertinaje, alquiler de bestias, rumores de martillos, serruchos, reatas, papeles, mantas, tejamaniles; piezas desmanteladas y sonoras, montañas de cajas y bultos, patios ahogados de escombros, pare­des solas y descoloridas donde vagaban las huellas de los cuadros, dineros, regalos, noches pasadas sobre petates y sobre colchones desahuciados, cuentas con los sirvientes, enfermedades de última hora, llegada de los peones, acomodo del equipaje, sorbos de café caliente al alba, revisión de muchachos, impaciencia de las mulas, clamor de vacas y gallinas y perros y venados, ires y venires, órdenes y disgustos, necesidades postreras, rechinar de troncos en el corral... y salida por el portón ¡hacia la sierra! entre la neblina azul y los adioses de vecinos que habían llegado a despedirlos. Allá van: los libros por de­lante en cajones de madera, sobre las mulas -"olvidaba un hijo, pero un libro, nunca"-; luego los cuatro hijos que se seguían en edad al primogénito, a caballo; luego los pequeños, en andas, en sillas de mano, "a lomo de in­dio"; luego la esposa con el menor, cargados entre cuatro; luego los criados con la comida del camino; luego más mulas, con el equipaje; luego los animales; luego la escolta; y recorriendo la columna constantemente, sol­dados, y medio kilómetro adelante, soldados, y mandan­do, un capitán responsable ante el señor de aquella caravana. Llegaban a alguna ranchería donde les espera­ba el refrigerio o la sopa caliente. Se deshacía la hilera, se aflojaban las cargas, se recontaba, se descansaba una hora, y vuelta a subir y bajar barrancos ya con la lumbre del mediodía. Al atardecer, el alborozo se convertía en plañido; empezaban a dolerse, el polvo les comía las gargantas. La esposa desde hacía rato estaba alerta, agu­zando el oído, incorporada en su silla, y lo advertía mu­cho antes que los demás: "¡Ya vienen!". Todo el mundo se enderezaba reanimándose: "¡Ya vienen!" Pero nada oían. Algunos intentaban adelantarse; la impaciencia y la gritería asustaban a los caballos; apretaban el paso. Nada. El capitán regresaba: "No se ve nada". "¡No hay nada!" -que era como aflojar de nuevo el ánimo. De pronto: "¡Sí, ya oí, ya oí, ya vienen!" -gritaba alguno. Todos gritaban, todos habían oído. Se acercaba sorda­mente el rumor de unos galopes; se agrandaba, temblaba ligerísimamente la tierra; llegaba ya el esfuerzo de los caballos. Todo el mundo inmóvil sobre los estribos, sobre sus ansias; sobre los montes el crepúsculo de oro; y entre los montes melenas desgreñadas, ropas revueltas, ojos anhelantes, párvulas fatigas y un aire azul y la impaciencia a punto de romperse cuando surgía de entre los árboles el padre -conteniendo su cabalgadura, cubierto de polvo, la gran barba abierta por el viento, el pecho muy hinchado, la sonrisa suavemente llorosa- seguido de su escolta y de su hijo mayor. Llegaba entre fragores y polvaredas, y el entusiasmo alzaba su grita por parajes recónditos. Les daba encuentro y los llevaba al pueblo. La casa adornada, la mesa puesta, los "antojos humeando". Al día siguiente se cobraba: "Yo ayer los agasajé, ahora les toca a ustedes". Y se pasaba el día esperando la cena. Y así éstas eran dos fiestas seguidas. Los jefes políticos, injustos y crueles, eran odiados dondequiera. Durante la Revolución, quien pudo se co­bró terriblemente los agravios. Pero mi abuelo era un hombre amable. Sabía conciliar los intereses, ser media­dor entre el gobierno y el pueblo. Y éste respetó su casa, cuidó su simiente, lo recordó muchos años. Cuando mi padre lo era ya, llegó a una región donde los viejos, por­que recordaban, y los jóvenes, porque habían oído, lo lle­naron de atenciones y alabanzas y preguntando por el suyo, cómo había muerto y cuándo; y decían: "Aquí es­tuvo el Jefe, de tal padre tal hijo. Se le parece, don Ri­cardo, se le parece; ríe lo mismo, mira igual, como si lo estuviéramos viendo". (Cuando aquél lo cuenta se le tuerce la voz, y adelantando los hombros y desviando los ojos aguados -ya que había dicho: "...después de tanto tiempo", agachada la cabeza y apagada la frase- nos espeta: "¿Eh?" -y sonríe ligeramente.) En San Agus­tín Metzquititlán lo apremiaban: "Quédese, jefe, con nos­otros; nada le hará falta; le damos casa y tierra y sólo nos promete que nunca se irá de aquí". Pero mi abuela quería la ciudad para sus hijos. Allí, y en todos los lugares de su tránsito, don José de Jesús dejó buenos recuerdos.
Se levantaba muy tarde porque se desvelaba entre sus libros; y cuando lo hacía temprano, tronaba su contento yendo de pieza en pieza con grande boruca y canciones de moda, levantando a los muchachos y ordenando el al­muerzo, que, salvo estas raras veces, transcurría con pachorra. Pasaba en el trabajo el día completo. Al anoche­cer, buscaba las tertulias donde conversaba hasta la me­dia oyendo música. Paso a paso iba a su casa; todos allí debían acompañarlo a cenar: hijos y criados, sordos de sueño, invadían la cocina; se hacían lumbres, se echaban tortillas, se calentaban guisados; rabiaban de verlo comer con tanta gana y paciencia, pero nunca protestaron; aunque los que quedan, todavía consideran aquello como una mala jugada.
Era el señor en su heredad. Nunca nadie levantó la voz en su presencia ni discutió sus decisiones. Todos en cierta forma lo ayudaban. Su ejército de hijos y sirvien­tes vivió adivinándole los deseos y cumpliéndole órde­nes. Alguna vez le dio por escribir sus memorias; vivían en tierra caliente, era el verano, y las moscas se le pega­ban a la cabeza, pelada al rape; llama a su hijo menor, le ordena abanicarlo mientras recuerda, y allí: las ideas que no acudían, y el niño sudoroso y colérico con una palma entre los brazos. La familia le fue cosa indispen­sable para vivir; necesitaba verse rodeado de los suyos y tener a quién mandar y a quién reprender y enseñar; lo hacía en todas partes, dentro y fuera de casa, pero creo que era aquí donde mejor lo hacía. A mediodía uno de los muchachos lo esperaba en la puerta con la ropa de hol­gar; después de saludar a los pequeños se cambiaba, dando tiempo a que en la cocina cesara el estrépito de las prisas y las peleas y todos ocuparan sus sitios; se la­vaba, entraba revisando las manos, que los niños mostraban por encima de la mesa, aprobaba el contento, se sentaba, se sentaban los demás, transcurría uno o dos minutos en silencio mientras se enfriaba la sopa, y co­menzaban a comer y los puercos entraban buscando ma­zorcas y armando alboroto con sus hocicos, sin que los mozos osaran echarlos, pues sabían qué bulla lo ponía feliz. "Me gusta que entren y nos empujen, así es el campo." Dormitaba, mudaba su ropa de descanso y mar­chaba al trabajo nuevamente.

(Continuará)

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